José Umberto Menno: la inmensidad de su alma dejó legado y el nombre a la Escuela de Boxeo
Por Gabriel López
José Menno, sinónimo de boxeo, analizando una pelea televisada.
Mi tiempo de periodista en una redacción de diario se cruzó con gente entrañable del boxeo, pero hubo un día que reveló todos los secretos: el día que conocí a Menno. Llegó con una foto en la que está pulseando con Oscar “Ringo” Bonavena. Prefirió esa antes que las de Carlos Monzón, ilustre campeón mundial de los medianos al que le dio una mano extraordinaria para alcanzar su primer cinturón mundial.

A los 33 años, pulseando con “Ringo” Bonavena, previo a la pelea de Uruguay.
José Umberto Menno (5 de junio de 1936–17 de noviembre de 2014) fue un grande sin tener títulos grandes. Pero algo mejor que eso, lo respetaron todos los colegas como boxeador, como maestro de boxeadores y como promotor. Podría intentar una cronología de hitos en el boxeo donde José, con su técnica exquista, inteligencia y una fuerte mandíbula, presentó digna batalla ante los mejores de la década del ’60. Peleó con los mejores medio pesados del país como el pelado Miguel Páez y los hermanos Peralta (“Goyo” y Avenamar) y también con los número uno del continente europeo. Antes que la competencia y el personaje, está el ser. José surgió de una familia de La Plata, clase media baja, y numerosísima. Las labores de madrugada en una verdulería levantaron la casa, donde Sabino Menno y Antonia Calefato criaron diez hijos (cinco varones y cinco mujeres), y José fue el séptimo del matrimonio que emigró de Bari, Italia.

Tapa de revista. Se retiró en Atenas, en exhibición con Carlos Monzón.
Menno era Pincharrata desde la cuna. Y alentaba de local y de visitante, yendo en tren con la barra del Mercado que tenía su trapo albirrojo y que siempre iba en poder de José, el más grandote. Ansió el estrellato del boxeo. Arrancó en el Club Atenas, pero quiso estar más cerca de las oportunidades y vivió en una pensión en La Boca. Salió una primera pelea, en Perú, donde descubrió los inconvenientes de la profesión. Un día se cruzó en Buenos Aires con Víctor Arnoten, quien le propuso viajar para hacer carrera. “Me dijo que ya había hablado en Europa con uno que tenía la platita para el barco. Vas a pelear allá, el viaje duró veinte días y estaba por nacer mi primera hija”, afirmará una vez en reportaje de un periódico de tiraje nacional. Peleó en Australia, Italia, España, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos. Y de cada destino volvía a Ezeiza más regalos que pertenencias. Disfrutaba de un ritual: la familia. Ellos solían recibirlo en la casa de 32 entre 117 y 118, alrededor de la mesa, con unos mates hasta que llegaba el asado, con sus hermanos, primos, sobrinos y allegados.

José era elegante en el vestir; aquí, con el pelado Páez, quien fue un rival archidifícil.
Menno totalizó 93 peleas, 40 amateurs y 53 como profesional. Solo una vez cayó por nocaut y fue en el ocaso de su carrera, cuando “El Trotamundos” se enfrentó a su mejor amigo, Bonavena. Todo concluyó con un gancho al hígado en el segundo round. José quería retirarse con todas las marquesinas y se animó al gran peso completo del momento en la Argentina, en insólita pelea disputada en Uruguay. Con la bolsa se compró un taxi, a los 33 años. Esa edad tenía el propio “Ringo” Bonavena cuando fue asesinado en los Estados Unidos en un confuso episodio. En aquel mano a mano con Menno, me confesará con dolor una anécdota, que presagiaba el final de Bonavena. “Faltaban treinta minutos para una pelea de Oscar y nos quedamos solos en el vestuario; se levantó de la camilla, como desenfrenado… ‘José, yo soy como Jesucristo, me voy a morir a los 33, hermano!’ Eso me dijo, agarrándome del pecho… A los 33 lo mataron. ¿A quién se la voy a contar? Te la cuento a vos, si me querés creer, creémela”.

Bonavena, Menno y al fondo Monzón. José abraza a “Piri” García, periodista de boxeo de El Gráfico.
Otra historia íntima de aquellos gladiadores. Menno vivía en Milan, donde pasó varios años de su vida como pugilista. “Allá me llamó Lectoure (empresario boxístico) para decirme que vaya a Alemania porque Bonavena me necesitaba, más que para hacer guantes para estar juntos. Llegué y alquilamos un auto, para dar unas vueltas, hasta que no rodearon diez motos de policía porque habíamos girado hacia la izquierda”, sonrió con esa cara de bonachón y una nariz que escondía un tabique amasado a golpes. Consulté a dos sabios comunicadores del deporte acerca de Menno, como una hoja en blanco para Walter Vargas y Osvaldo Príncipi, que se iniciaban cuando José ya se había retirado y hacía sus primeras armas de entrenador. “Cuando me veía José me daba un abrazo de oso con ese corpachón que tenía. Fue todo un personaje insigne de la ciudad de La Plata”. Principi se sintió afortunado por las puertas que Menno le abrió durante una residencia en Italia. “Pisé el Luna Park por primera vez en el año 74 y el primer nexo que tuve con él, al presentarme como de Mercedes, era el profesor Pedro Pasquinelli, que había sido profesor en un curso de educación física a los que asistía. Era muy sensible y muy respetado, te diría que no hubo boxeadores tan queridos como José Menno o Martillo Roldán”, afirmó Osvaldo.

Av. Corrientes. Menno y la bandera nacional, con Monzón a su lado, en su arribo como campeón del mundo.
Caminante que hizo camino al andar, pasando por las calles de tierra de la antigüa 32 (su origen) hasta el paraíso que habitó con vista al mar en Bogliasco Riviera Ligure, de Génova. Que supo hablar cuatro idiomas y cuando vivió en Lyon, por su forma de ser, sorprendió a más de un púgil marroquí acostumbrado al destrato francés. Y podía conversar con una estrella del cine como Alain Delon (fue promotor de boxeadores) o escuchar a un privado de la libertad cuando dio clases como profesor de educación física en la Unidad 1 de Olmos. El respeto atraía respeto. Padre de cinco hijos, dos probaron los guantes pese a las sugerencias de “zorro viejo” para que evitaran la ingratitud creciente en esta profesión, pero no se los prohibió. Jocesito llegó a profesional y Nicolás fue amateur, consiguiendo para ellos rivales que le hicieron ver hasta dónde podían dar. Como entrenador tenía una especialidad: sabía dirigir a los boxeadores que estaban acabados y sabía cómo tirarle la toalla en el momento justo para que ese tipo pueda seguir boxeando; o cómo hacer para que a uno no destinado a ganar no se le hiciera una batalla insoportable.

La noticia de una revista informa sobre Menno en sus inicios como entrenador.
El Club Atenas fue su “sede” platense, donde debutó con 18 años y donde después impulsó la carrera de tantos jóvenes: “Monito” Aguirre, “Tony” Dacosta, “Potro” Corso… Todos viajaron a Europa, a través de los contactos de José. José tenía “mundo”, pero era humilde, “no conocía la envidia o los celos”, me cuenta su primer hijo varón, José –también profe–. Y Nico Menno, el hijo menor, recuerda algún partido o visita al Country, cuando Manera era técnico y los invitó a comer con el plantel. Las hazañas del Pincha de Zubeldía en los sesenta iban paralelas al crecimiento de Menno en los cuadriláteros del mundo. Y fue convocado para seguridad de los jugadores y los directivos, como la final de mayo de 1970, en el Centenario. Casi toda la defensa del tricampeón americano de Estudiantes cultivó con él una amistad sana y alegre: Poletti, Aguirre Suárez, Malbernat y Manera, y defendió como a un dios a Bilardo. También trató con cracks argentinos en Italia como Enrique Omar Sívori, el famoso 10 de la Juventus.

Trabajó hasta pasados los 70 años. Escena que fue parte de un cortometraje internacional.
Le encantaba bañarse en el mar, no faltaba a misa y acudía a la casa de un amigo en momentos de enfermedad, siempre para elevar con sus palabras motivadoras, como aquella en la que se sintió orgulloso de haber “guanteado” con Classius Clay, en una sesión de práctica en el Madison Square Garden. “Estaba lleno de grandes, y veo que sube al ring… El venía de ganarle a Liston. Lo miraba y me parecía imposible… ‘¡Caman!, ¡Caman! (¡vamos!, ¡vamos!) me decía con esos brazos largos y me tiraba. No me puedo olvidar mientras viva”.

Con Hernán Santos Nicolini, el relator de radio Rivadavia en la pelea Benvenutti-Monzón.
Transpiró en los gimnasios hasta que las fuerzas dijeron basta. Ya no era el pibe aguantador que ayudó a su padre en el Mercado Regional de 4 y 48, o en cada feria. Era otra forma de entrenamiento, cargar y descargar, o hombrear los tarros de leche envasada que pesaban 50 kilos. Su hermano Miguel Menno (en noviembre cumplirá 80 años) jura que “José llevaba el boxeo adentro y pudo practicar a pesar de que no lo dejaban, pero se escapaba por la ventana”. A esa casa de la 32 regresó ya de adulto mayor y puso su gimnasio. Caminaba las calles y recibía abrazos y afectos a cada paso. “¡Adiós, Bongo!”, le gritó Roberto Ipoutcha, ex jugador amateur pincharrata. “Mi viejo le decía así, por el Oso Bongo”. Ese día tomaron un café en 46 entre 7 y 8 porque “quería contarme unas cositas de mi viejo con el que fue al mismo colegio”. En la cancha era una personalidad muy popular, tal como lo pudo disfrutar su sobrino Luciano Menno (profesor de historia de la Escuela Secundaria para jugadores del Club). Le gustaba pasar ratos libres con los niños, como lo recuerda Agustín Amerio, otro sobrino, que “a los 6 años me tocó conocerlo, me decía ‘pegá en la panza’ y era durísimo el abdomen, no sabía que fue el boxeador que fue a nivel mundial”. Un día su alma deshabitó el cuerpo de gigante. Hace ya diez años partió José Umberto Menno, al mismo tiempo que volvía a organizarse la actividad del boxeo en el Pincha, una Escuela que está alineada a sus ideales y resguarda el técnico Rogelio “Rocky” Bustos.
Gabriel Alejandro López