La Cábala…
Por Alejandro N. García
EL ÚLTIMO TREN
A mi viejo león de la vida, a mi abuelo bostero y los otros,
que nos permitieron ser.
“¡La puta madre que lo parió!”
Siete minutos del segundo tiempo. Justo, sí. La pelota
desviada por el torso del marcador central propio ingresa
esquinada, bajando contra el palo derecho, haciendo inútil el
esfuerzo del arquero.
El improperio no se escucha porque una explosión brutal
se desencadena en las tribunas de enfrente. El estadio vibra
vestido de un azul que fastidia a la vista. Sus ojos, inyectados
en sangre, observan incrédulos el movimiento incesante de
los hinchas locales que saltan y gritan festejando el uno a
cero.
Ya han pasado cincuenta y dos minutos de juego apretado.
Han existido patadas, tumultos, tarjetas. No quedan dudas de
que es el partido definitorio.
El autor del gol extiende los brazos al viento. Un morocho
algo retacón, quizá medio prepotente, se estruja la camiseta
plantando bandera; los suyos buscan la pelota dentro del arco
para arrancar otra vez.
Es la Copa Libertadores. No es cualquier torneo, no. Es su
Copa. Es LA Copa. Es LA final. Y definitivamente, más allá
de vericuetos intelectuales del estilo: “Ya va a pasar, el fútbol
no es todo en la vida”, o demás excusas pelotudas, íntimamente
sabe que es la oportunidad. Aunque procura no transmitirlo a
su rostro, por dentro tambalea.
Las caras se miran sin mirar, sin encontrar nada más que la
poderosa llama de la esperanza, que resiste imperturbable
como una flor respirando bajo las cenizas. Se niega a creer
que aquellas sean las explicaciones que uno, con aires de
perdedor nato, dará conformista cuando la instancia de lo
irremediable lo aplaste al regreso, esquivando las sonrisas
pícaras de hinchas rivales, dándole la palmada en la espalda al
son del: “Bien igual, che”.
“¡Anda a la puta que te parió!”, piensa. Inclusive lo musita.
En una de esas lo grita. Algo dentro vive.
Es invierno. En Brasil el calor se hace sentir. Todavía más
en la tribuna visitante que se amasija abarrotada por arriba de
cinco mil argentinos. Un nene mira confundido a su padre
quien, haciendo nido en la experiencia, ruega en silencio a
Dios -“¿dónde estás ahora?”- que la mística de los años felices
vuelva a hacerse presente. Sabe que no puede reclamarle nada
a Dios. No tiene la menor idea de donde está. No obstante lo
hace por costumbre, por fe.
Mientras él, de boludo que es nomás, tantea desesperado el
celular gris. Recuerda que lo guardó con cuidado de manos
veloces en su bolsillo, al momento del ingreso, en el que la
impericia de la organización había obligado a una multitud a
introducirse por una puerta hogareña. La entrada había sido
un parto. Todo era un parto.
Temblando de bronca decide escribirle a su mujer. Ella, en
Argentina, espera su regreso además del verdadero parto, esta
vez de su primera hija.
- “¿No nos va a dar una Dios, la puta madre que lo re mil
parió?”, - envía la puteada en forma de insensato SMS. Su
equipo a rayas rojas verticales, tal sus ojos derramándose
sanguinolentos en blanco, se dirige al círculo central
dispuesto a sacar del medio. Si bien no llega a verlo, el líder
calvo palpita aún fiero con la pelota abajo del brazo. Parece
Leónidas, y el resto sus trescientos espartanos.
El DT, otrora jugador de años gloriosos, busca desde el
banco levantar al conjunto y él, cándido, espera la réplica al
mensaje para darle un bálsamo a su herida. Debería entender
que es una pavada, sin embargo no lo razona. Tal vez está más
cerca de la verdadera fe que cualquiera de los que hablan de
ella. Olvida la respuesta. Mete el celular en el bolsillo. Vuelve
al partido.
Este se desarrolla tan parejo como hasta el infausto
momento de la carambola. Los suyos aprietan sin aflojar el
ritmo, la final continúa reñida. Ante ellos se agazapa un equipo
astuto, además de local. Decenas de miles que asemejan
cientos de miles en un estadio kilométrico. Una bruma espesa
producto del humo y la humedad le brinda al escenario un
tono épico. Poco a poco, son los argentinos los que se hacen
sentir. El celular vibra en el pantalón.
- “La campera, boludo”, - lee apresurado el móvil que por
entonces carece de Whatsapp, BBM o lujos del estilo. Cada
mensaje vale oro. Detrás su hermano lo apura.
- “¿Qué haces? ¿No ves el partido? ¡No te distraigas!”
Vuelve a mirar la pantalla. La cara se le desencaja. Impávido,
no da crédito a lo que ve en el cristal.
- “La campera, boludo. Papá.”
No puede ser. La campera es la campera verde –sí, justo–
que su viejo usaba en algún viaje, en caso de que el destino
obligara a protegerse del frío, cuando el armario entero era
pasible de ser utilizado a riesgo del ridículo. Es una aparatosa
campera de ski, fea llegando al daño ocular, que ahora le cuelga
del brazo al cual hace transpirar sin piedad. ¿Por qué la había
llevado? Seguramente por amor. Lo que menos hacía es frío.
Aunque no es aquello lo que lo desencaja.
–“¿Papá?” – murmura incrédulo.
¡Ese que tiene es el teléfono de papá! De ahí aparenta llegar
el mensaje. El asunto es que papá los dejó luego de pelear sin
descanso hace cuatro años, demostrándole de qué se trata eso
de los verdaderos huevos. Justo si, peleando con lo mismo
que padeció aquel número dos de su club poco antes. Y cuatro,
el número de Copas que tendrían.
Los sentimientos lo ahogan. El calor lo confunde. Un sopapo
desde la espalda acertándole en la nuca lo devuelve a la
realidad. La pelota surca el área, nadie logra empujarla y se
salvan de la segunda caída. O eso cree, porque no vio nada.
Algo sucedió: se lo confirma el “uuuuu” largo que llega con
delay desde el sector local.
–“¡Dale pelotudo mirá el partido!”, –escucha nuevamente.
Ni siquiera puede discernir si el que lo sacude es su hermano.
Podría ser cualquiera y tendría razón.
Callado se pone la campera. Lentamente ejecuta la
indicación dándole forma de ceremonia. En las inmediaciones
la gente lo observa incrédula. ¿Qué hace? Hasta su familia,
que entiende de estas cosas, no da crédito a lo que ve. Los
amigos se hacen señas, alguno se preocupa por su salud
mental, nadie atina a poner freno al disparate.
Culminado el protocolo la imagen resulta bizarra. La melena
crecida le cae sobre la frente. Las gotas bajan en cataratas
inundando la vista. Haciendo movimientos cortitos de los
dedos -o directamente con la manga-, pretende disimular la
situación. Se prende un puro, como en Montevideo con gripe,
en la apoteosis de lo insano. Ofrenda su cuerpo a la causa.
Decididamente no está en su juicio.
La tribuna empuja. Él lanza un grito de guerra con la
inocencia que solo un futbolero puede comprender. Pero un
grito de guerra al fin. Y saltan tan parejo que son un solo
cuerpo.
La parcialidad local hace un hueco de silencio. Sin querer
el gesto resulta respetuoso. Aprovechan para avanzar. Su
equipo crece. Puede verlo aumentar de tamaño mientras los
azules van reduciéndose a la categoría de pigmeos. Aunque
la tarea no será fácil, gritan, y su voz retumba a través del
infinito. El estadio hechizado los escucha cantar.
El pelado que lleva la camiseta número once –sí, justoagarra
la pelota apenas detrás de la mitad de la cancha. Con
largo tranco cruza el medio. Encimado por un rival engancha
hacia adentro desde la izquierda. En ese instante el número
cuatro pasa raudo por el callejón abierto a la derecha del
ataque. Las piezas se mueven sincronizando el futuro. Sun
Tzu observa desde algún rincón del tiempo el desarrollo,
extasiado. En una de esas hasta aplaude conversando con el
Zorro.
El pase largo y combado vuela certero. Cae por delante del
lateral que solo tiene que avanzar al encuentro del fútbol.
Antes de llegar al fondo echa el centro, bajo, al vértice del
área chica.
Son una, dos, tres las camisetas azules que pese al retorno
desesperado no pueden interceptarlo. El arquero en un
singular movimiento de vuelco no logra desviar la pelota.
Queda vencido. Por detrás, con forma de duende del destino,
el número diez dando un saltito grácil hace ¡pimba! y empuja
suave la pelota al fondo del arco.
Es el delirio. Es el desahogo de todos menos él. Estoico, se
limita a gritar conciso ejecutando un certero corte de manga
a los hinchas locales que, aviesos, les habían enrostrado el
primer gol acudiendo a gestos marcadamente obscenos. No
pasa de eso. Pero tomá, guardate esa.
A su alrededor la gente quiere saltar como hacían del otro
lado hace cinco minutos. No pueden. A gatas si logran
desenfundar los brazos apretujados en la marea humana. De
ese modo la imagen de la celebración es la de miles de cuerpos
vibrando contenidos, de puños que se desprenden de la masa
con dificultad para atizar el éter, atrapando el instante,
anhelando descargar la furia para irremediablemente volver a
hundirse en la confusión.
Más allá sus jugadores son una montaña abrazando al goleador
frente a la tribuna visitante. Todos gritan, ríen, se sacuden
catárticos. Aunque es solo el empate.
“¡Falta! ¡Todos a sus posiciones viejo! ¡A sus posiciones!
Los chicos ya no entienden nada de esto, hay que explicarles”
conversa, mudo, con uno más abajo que se da vuelta y asiente.
En su cabeza aún busca esclarecer lo del mensaje. Entretanto
el partido se reanuda.
¿Cómo puede ser? ¿Se está mandando mensaje a sí mismo?
En una de esas enloqueció y nadie le dio aviso. Decide insistir.
¿Había otra posibilidad?
“¿No podrá ser una más?”, agrega la respuesta al móvil. Le
da enviar. La plegaria sale.
Ya nadie lo molesta. Sospechan que el mecanismo esconde
algún misterio que solo se transmite entre los adeptos.
Esotéricos, mastican la sonrisa por debajo de sus rostros
retraídos. Recién lo advierte. Algunos se enfundan bajo
capuchas ocultando el ademán circunspecto. Otros acuden a
complicados movimientos de las manos. Ahora que mira bien
son varios. Se mueven raro. Te miran raro. Es raro.
La temperatura agobia, la campera no se abre. Todavía más,
una mano descansa en el bolsillo. La situación corporal no se
modifica. Todo está como debiera. Solo el brazo derecho se
balancea para pitar el puro que va y viene cual si fuera un
pucho. La pierna izquierda, tensa, sostiene el cuerpo. La
derecha semiflexionada descansa a su lado. La cadera desea
pedir una tregua pero ni se inmuta, consciente de su cometido.
Es un soldado decidido a resistir. Es una especie de chamán
ejecutando una curiosa danza ritual. Quizá parezca un fanático,
aunque después se le pasa.
La pelota va y viene. El encuentro es recio, friccionado,
por momentos frenético. Su arquero se hace bolita en el suelo
atrapando un pase largo que no logra capturar el delantero
rival, yéndose de lleno al piso a un lado del área grande,
apareado con el marcador. La hinchada brama el alivio. Del
otro lado, tímidamente, el público reacciona.
Veintiséis minutos. El pase sale impulsado por el volante
central al sector derecho, pasando el círculo que marca la
mitad de la cancha. El mediocampista por ese lado escala
velozmente a metros del lateral. Logra llegar nuevamente al
vértice del área local.
El centro es muy similar al del empate solo que en diagonal,
justo sí, como las que distinguen a su ciudad que sigue
expectante el encuentro a la distancia. El marcador rival se
tensa, y con la punta de su pie zurdo logra enviarla
deslizándose al córner.
Se produce un respiro. Aprovecha para dirigir la enésima
tanda de material tóxico a su interior. Se acomoda un poquito.
Chequea por enésima vez su pose. La intuición le da el visto
bueno.
Es tiro de esquina desde la derecha. El estadio se paraliza.
Va el calvo en una larga carrera a ejecutarlo, con aires de
taumaturgo. Le falta únicamente el gorro. El ambiente se
electrifica. Lo puede notar él detenido en otra dimensión,
observando a su alrededor la gente que implora, grita, se come
las uñas.
Poco más de veintisiete minutos. La pelota vuela otra vez.
De derecha a izquierda describe un chanfle magistral que
atraviesa cruzado el área hasta su corazón, registrando un
círculo perfecto en el cielo durante el trayecto.
Es la señal. Está convencido porque lo presiente. Al otro
lado, el nueve, con la número diecisiete –sí, justo– se eleva
dando un salto poco ortodoxo. Es desplazado apenas por su
marca que se atornilla al piso. El cabezazo no es menos
curioso. Medio de costado, va de pique al suelo volando a
media altura antes de ingresar contra el palo izquierdo del
arquero.
La red se mueve. El línea y el árbitro –los mira siempre por
las dudas– corren hacia mitad de cancha. ¡Ahora sí! Grita el
tanto completando con el insulto a alguna madre. ¡Es el dos a
uno! Van veintiocho minutos del segundo tiempo. Un ciclo
parece completarse.
Por un instante, retrocede miles de años en la cadena
evolutiva transformándose en un simio desenfrenado. No se
detiene hasta el Australopithecus afarensis. O incluso antes.
La tribuna revienta en un rugido ancestral. Los fantasmas
del pasado glorioso no pueden menos que acudir al llamado
de la mente del grupo despertando del letargo. La gente se
amontona formando cúmulos en los cuales uno se lanza encima
del otro. Aparecen exiguos huecos por donde los más
enérgicos corren desquiciados. Es el nacimiento de un cosmos
de locura. Se miran sin mirar, sin encontrar nada más que la
llama de su esperanza incendiando la noche oscura en mil
colores.
El, estremecido, yace en el suelo. No recuerda bien que pasó
salvo el gol, que no podría olvidar jamás. Entonces casi al
borde del colapso, pagando los tres días de insomnio entre
nervios, viaje y la llegada al estadio, quiere rejuntar los
pedazos de su cuerpo hasta encontrar la postura exacta.
Lo mueven. Algún hijo de puta lo mueve. “Decí que es de
los nuestros”, se calma en vano ya que no le pegaría a nadie.
Lo mira de todos modos con cara de pocos amigos. Al rato lo
quiere. Hace gestos de que paren, que falta. Muchos descifran
el código, otros pocos no pueden contenerse. A la fuerza, los
emplazan. ¿Cuánto falta? ¡Qué sé yo cuanto falta! Un montón
falta.
El encuentro se pone nuevamente en marcha. ¿Ya sacaron
del medio?
Ahora los movimientos deben ser precisos. Es enfermizo,
evidentemente. Decide que no le importa. No lo conversará
con el psicólogo. Tampoco va. Francamente le chupa un huevo.
Otra vez la izquierda se estira acusando el cansancio. Cruje
apenas, sin que nadie más que ellos dos lo noten. La derecha
descansa temblequeando por la contractura de la cadera. La
mano empapada de transpiración vuelve al bolsillo izquierdo
y la derecha, de manera increíble, apura el puro que aún vive
entre los dedos.
Ya no ve nada. O mejor lo ve, aunque no lo registra. Solo
ejecuta su rito, absorto.
Su capitán dispara un tiro libre magistral que besa suave el
ángulo derecho. Casi el tercero. Casi no existe, es sí o es no.
Y el juego sigue.
Van cuarenta y un minutos. Es un mártir. No hay miembro
que no le duela. Tiene un mal presentimiento.
Ajusta la posición: traba las piernas, mueve la cintura, levanta
el brazo, se seca la sien, no llega a pitar. Gira la cabeza
levemente, porque si mal no recuerda el rostro miraba apenas
a la izquierda. El rival saca un tiro cruzado, violento, exquisito.
El estadio contiene la respiración. Él no porque si lo hace
espicha inflado de humo.
La pelota viaja rauda hacia el arco con el arquero vencido.
Prácticamente la totalidad de los jugadores observa la escena
en quince metros, la mayoría dentro del área. La vista se le
nubla. Alcanza a ver entre las gotas que el esférico da en la
unión de palo y travesaño.
El arco se sacude. Su corazón ni te cuento. La número cinco
vuela vaya uno a saber adónde. Intenta enfocar otra vez la
visión, ahora está mareado. ¿Y si se muere ahí? Y qué sé yo.
En todo caso después de traer la Copa. Ah, no, después del
nacimiento. ¡Bue, no jodás Dios, después!
Hay tres minutos adicionales. El partido parece moverse
en esos números. Uno, tres, cinco y siete. Diez, once y doce.
Y trece. Justo, sí, por esa puerta entraron. ¡Es el Einstein del
subdesarrollo! Se ríe. Se pregunta. Se responde. Está loco. Y
le gusta.
A esta altura casi se va de jeta tratando de mantener su
demencial construcción corporal. No atiende el juego. Sigue
al árbitro que, enfundado en un amarillo fluorescente, se
apega al reglamento y va de acá para allá pitando foules. El
también pita el habano, que se acabará pronto.
Mantiene el emplazamiento pese a los calambres. Le
vuelven a pedir fuego. Mira con cara de traste nuevamente.
Pasa el toscano apurado, negándose a extraer el encendedor,
animándose a un cambio peligroso. Una voz le dice que lo
haga, entonces lo hace.
Dos minutos. Al lado consultan insistentes cuánto falta.
“¡¿Otra vez?! ¡No sabemos cuánto falta! Hay que mirar al
juez, nene, al juez.” No me toquen. ¿Cómo iban las piernas?
Ah, sí. Izquierda, derecha, mano, cadera. Ok. ¿Fuma? Mejor
no fuma, así dura hasta que termine.
La tribuna se mece expectante. Percibe que no está solo.
El culto es numeroso y cada uno ejecuta su propio libreto.
Ni hace falta mirarse, tampoco preguntar. Que cada uno haga
lo que tiene que hacer. Y punto.
El cuerpo le hormiguea. Descubre nuevas partes que sufren
la falta de irrigación. El fútbol anda por algún sector de la
cancha que poco importa en tanto no sea dentro del arco
propio. Las camisetas van y vienen. El partido se muere. En
el círculo central, como si aguardara listo para el sacrificio,
el pelado con la camiseta número once se derrumba clamando
al cielo.
–¡¿Qué pasa?!
Los compañeros corren en distintas direcciones. El árbitro
levanta ambos brazos al aire para bajar el dictamen.
Y es el final.
Intenta desenredar la posición para recuperar el celular antes
de desatar el festejo. Su cuerpo no responde. Alguien desde
atrás lo tira al piso con violencia, en una maniobra rugbística.
Cae aparatosamente, feliz desarmado en las gradas. Le duele
todo.
A miles de kilómetros su ciudad estalla en un frenesí de
locura absoluta. Lo abrazan, lo pisan, lo besan. Libera
totalmente sus músculos con la satisfacción del deber
cumplido. Pasa dos o tres minutos en el suelo con las patas
dormidas. El universo fluye, afortunadamente la sangre
también.
Al incorporarse busca el celular. Revisa apurado los
mensajes.
En el historial no hay nada. Al rato empieza a llegar algún
texto desde el hogar para unirse virtualmente a la felicidad.
Los restos del público local, que masivamente ha abandonado
el estadio, acompañan con aplausos la vuelta olímpica.
Mira a su alrededor. Quizá alguien se dé cuenta. No, nadie
percibe lo que sucede. La cofradía se ha disuelto con
discreción.
Cuatro años. Cuatro. Busca arriba, dentro, en algún lugar.
Las caras se miran sin mirar, porque no hace falta. La flor de
la esperanza brota victoriosa, la alegría flota en el aire y los
abraza a todos.
–Gracias, Dios –susurra en el final. Imagina que Él, que todo
lo ve, menea la cabeza resignado.
Vuelve a reír. Cierra los ojos nublados por el sudor. Alguna
lagrima tímida baja por las mejillas. Se estruja la campera
que pronto descansará en el retiro del armario.
Serán unos cuantos días sin dormir.