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Juan Ramón y los inmortales.
En ese espacio donde Mangano culminó su obra inquebrantable, ese lugar donde las generaciones de jugadores han entrenado y ubicado a nuestra institución en la élite del fútbol del mundo, nos convencemos que los palmares obtenidos en nuestra historia no han sido una contingencia del destino. Desde que somos pequeños seguimos los pasos de los próceres que aún hoy siguen transmitiendo nuestra semblanza y dando testimonio de lo que significa nuestra institución. Cada uno de los jugadores de las divisiones inferiores que sueñan con repetir la gloria reciben las palabras de los históricos como insignia.
Cuando seguimos las crónicas de los que vitorean las tramas de poder ubicándonos en el escalafón de la “desidia futbolística”, no podemos hacer mucho más que reírnos. Es una respuesta automática ante un batallón inescrupuloso de falsos aduladores de moda. Sabella, Ponce, Trobbiani, Patricio Hernández, Juan Sebastián Verón entre tantos otros talentosos, amortiguan la desinformación selectiva del poder. Quedan expuestos.
Y entendemos perfectamente el lugar reservado que nos tiene la historia. Porque somos la “escoria” que arruinó la celebración del statu quo futbolístico. A decir verdad, apagamos la música de la fiesta de unos pocos.
Pero quizás la máxima expresión que expone el error de los estandartes del poder y sus diatribas es Juan Ramón Verón. El mejor jugador de nuestra historia. Uno de nuestros inmortales. Por su forma de jugar y por su talento. Y simplemente, porque fue el que apagó esa música.
Tenemos presente que nuestros detractores acrecientan nuestro orgullo. Es un mecanismo mágico de retroalimentación a la inversa: lo que ellos creen que nos desgata ubicándonos de forma persistente en el faro del antifutbol, a nosotros nos ubica en un espacio de confort donde nos movemos con facilidad. Porque estamos seguros de nuestros cimientos y tenemos un designio: respetar la historia de nuestros inmortales.